La escarcha cubría todas las superficies en
aquella madrugada de invierno. En la calle no había ni un alma, salvo los
semáforos que perdían el tiempo haciéndole guiños a nadie, y la estatua de la
plaza, nívea de mármol y de hielo, manchada con la suciedad de generaciones de
palomas que no respetaban ni a los ilustres. Pero ella no tenía alma. Un poco
más allá, el túnel que unía el centro de la ciudad con los suburbios, se abría
como una boca amenazante apenas iluminada por un farol de morondanga, tan
miserable que ni siquiera inspiraba un tango.
Uno de los policías bajó, receloso, del
patrullero para estirar las piernas, la guardia nocturna era la peor. Le
pareció escuchar un ruido. En aquel silencio los ecos se hacían gritos. Miró
hacia la esquina, nada. Barrió con la mirada hasta la subida del puente, nada.
Sintió el escalofrío del peligro y tuvo miedo. No era para menos, los fantasmas
de sus muertos jamás dormían.