sábado, 4 de octubre de 2014

SOBRE LA NUCA




 

La escarcha cubría todas las superficies en aquella madrugada de invierno. En la calle no había ni un alma, salvo los semáforos que perdían el tiempo haciéndole guiños a nadie, y la estatua de la plaza, nívea de mármol y de hielo, manchada con la suciedad de generaciones de palomas que no respetaban ni a los ilustres. Pero ella no tenía alma. Un poco más allá, el túnel que unía el centro de la ciudad con los suburbios, se abría como una boca amenazante apenas iluminada por un farol de morondanga, tan miserable que ni siquiera inspiraba un tango.
Uno de los policías bajó, receloso, del patrullero para estirar las piernas, la guardia nocturna era la peor. Le pareció escuchar un ruido. En aquel silencio los ecos se hacían gritos. Miró hacia la esquina, nada. Barrió con la mirada hasta la subida del puente, nada. Sintió el escalofrío del peligro y tuvo miedo. No era para menos, los fantasmas de sus muertos jamás dormían.